Solemnidad de la Santísima
Trinidad
Jn. 16, 12-15
Dijo
Jesús a sus discípulos: “Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis
cargar con ellas por ahora: cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os
guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye
y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de mí
lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he
dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará”.
Hay cuestiones que no se
entienden, que cuestan verlas claras desde la razón; pero que se comprenden o se
aceptan con facilidad desde el corazón.
Así son los misterios que
entender, no se entienden; pero desde el corazón se comprenden. Así es nuestro
Dios, que es Trinidad, que es un misterio que es difícil de entender pero fácil
de comprender desde el corazón.
Hoy contemplamos y celebramos el
misterio de Dios y el del hombre, el misterio de la complejidad y
comprensión de ambos, pues:
“Dios creó al hombre a su imagen y semejanza”
Somos tal para cual. Dios es
nuestro referente,en Él nos hemos de mirar para llegar
a la plenitud, para alcanzar la realización del diseño
bajo el que fuimos creados.
Si Dios es un misterio, nosotros
también lo somos, somos otro tanto.
Nos creó como Él es, incapaces de
bastarnos a nosotros mismo pero capaces de amar y
complacernos en otras personas.
Nos creó incapacitados para
llegar a la felicidad, realización, salvación o santidad
en solitario.
La vida, que es un misterio,
necesita del amor, que es otro misterio, para
alcanzar su plenitud y conocer lo que el ser humano busca y viene en
llamar “felicidad”.
Toda persona necesita del amor
para ser humana y si es creyente necesitará del
amor para conocer a Dios.
El amor nos lleva a Dios y al
prójimo, es más, nos conduce a encontrarnos con
nosotros mismos.
Es la clave que explica nuestra
fe y nos permite comprende a Dios.
Si encontrarse con Dios es una
gracia; el creer y el amar son el
agradecimiento.
Nuestra religión no nos pide amar
a Dios en exclusiva, sino que nos amemos los unos a los otros como Él
nos amó; nos exige conversión, que seamos
“alguien” para los demás.
El amor nos asemeja a Dios, nos hace ser alguien para los
demás.
Dios es alguien en el que nos encontramos
y nos identificamos.
Dios nos identifica, nos hace
dejar de ser anónimos, de ser masa.
El amor nos hace ser distintos al
resto de los mortales, ni mejores ni peores, pero nos
hace ser quienes somos.
“Ser el que soy”, “soy el que
seré” es lo que significa “Yahve”.
Si Dios es amor, amar es ser
imagen de Dios, es vivir en ti mismo más vidas
que la tuya propia, es estar poblado y unido a muchas
y distintas personas.
Así es Dios: Padre, Hijo y
Espíritu, es tres personas inseparables, cada una en función de las otras
y en unión hipostática.
Somos como la Trinidad, diseñados para vivir en unión
indisoluble de personas.
Necesitados de los otros para
alcanzar ser nosotros mismos.
Para el creyente cristiano no hay
santidad sin contar don los demás.
Por diseño somos hambre y sed de
amor, estamos pensados para
transcendernos, para salir de nosotros mismo; si nos encerramos en nosotros
mismos no llegamos a ninguna parte.
La puerta que conduce a la salvación/felicidad/plenitud
se abre hacia fuera.
Estamos pensados para encontrar
un “tú” a quien entregarnos y en “él” transformarnos en “otra”
persona distinta a la que éramos.
El amor nos cambia, convierte,
transforma, traspasa, trasciende.
Tendemos a Dios porque Dios es
Trinidad, porque Dios es amor.
No hay espectáculo más triste que
ver a los cristianos yuxtapuestos y callados en Misa; bien puestos y dispuestos
para luego salir sin saludarse.
Aquí el signo se hace
insignificante; ni amor, ni gaitas trinitaria.
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